Historias de pioneras
Ganar o perder
Sagel
(Zaragoza) Septiembre 1937
Las campanas repican con
alegría. Es el día de la patrona. Las primeras fiestas desde que estalló la
guerra. Por primera vez, un equipo de mujeres participa en el Tiro de Soga, deporte reservado a los hombres.
Las mujeres que participan
en la competición, no han parado desde bien temprano. Tienen que dejar la
comida hecha y la casa recogida antes de irse. Hoy no se quejan; su cabeza está
en el campeonato que van a disputar dentro
de un rato.
Manuela llega la primera a
la plaza. Las demás llegan puntuales; sofocadas por las prisas, nerviosas y sin parar de hablar:
— ¿Habéis visto cómo está
la plaza?
—Yo creo que hay más gente
que nunca.
— ¿Os dais cuenta como nos miran? Si las miradas mataran…
—Y la cuerda, ¿Está preparada?
—De eso se encargan don
Sebastián, que hace de árbitro y el alguacil, que le ayudará a vigilar la
prueba —responde Manuela con calma.
— ¿Don Sebastián? Pues con
la tirria que nos ha cogido… Me dijo que éramos unas revoltosas, que menos
calle y más atender nuestras obligaciones. No me fio de ese hombre, Manuela—dice
Justa.
—Venga, tranquilas— sonríe
Manuela—Lo peor ha sido llegar hasta aquí. Ahora vamos a colocarnos que
enseguida tiran el petardo.
Manuela organiza las
posiciones: las mujeres pequeñas y menos pesadas, delante; las más altas y gruesas,
atrás del todo:
—Yo marcaré el ritmo. Tiraremos
a la vez. Rafaela: tú vas la última. La cuerda te la pasas por encima del
hombro, cruzada a la espalda, Ni se te ocurra atarla a la cintura, que nos
descalifican.
El ruido del petardo
interrumpe el bullicio de la gente congregada en la plaza. Los dos equipos, uno
de hombres y el otro de mujeres, se colocan enfrentados en el extremo de la
soga que ha decidido la moneda. La
emoción y la tensión se pueden cortar. Es mucho lo que se juegan.
Manuela les ha recordado que
lo peor ha sido llegar hasta aquí. Mucho han peleado para conseguirlo. Este año
no hay vaquillas ni bailes. Solo los deportes tradicionales: la barra
aragonesa, el tiro de soga, las carreras de cintas y las carreras de pollos. Manuela
empezó a quejarse de que eran solo para
los hombres. Y fue a hablar con el Consejo Municipal.
—Queremos competir en el
Tiro de Soga.
—Nunca han participado
mujeres. Lo tendrían que autorizar los de más arriba. Haced una solicitud.
Manuela, ayudada por la
maestra, hizo un escrito que firmaron muchas mujeres, pero no les contestaron;
esperaban que se les pasara el capricho. Y volvió a insistir:
—Si hacéis equipos de
mujeres lo podemos estudiar—le dijo el del Consejo.
—Sabes bien que no hay mujeres
para hacer otro equipo. A unas no las
deja el marido, a otras los padres o el novio. Firmar, firman, pero otra cosa
es dar la cara. Queremos enfrentarnos con los hombres.
— Ni que fuerais
marimachos. ¿Por qué no os encargáis de las tortas de sardinas y de servir el
vermú, como siempre se ha hecho?
Manuela se marchó
resoplando. Convocó a las mujeres a una reunión. Cuando los del comité de
vigilancia se enteraron ya era tarde para impedirla. Al día siguiente, fueron más de cincuenta
mujeres a Caspe a reclamar al Consejo de Aragón. Y regresaron con la autorización.
Cuando el árbitro da la
señal de empezar, la voz de Manuela
rasga la cortina de silencio que ha cubierto la plaza.
— ¡Compañeras, a ganar!
Su grito enciende la
voluntad de las mujeres: las manos atenazan la cuerda, las alpargatas se clavan
en la tierra y la rabia por las frustraciones pasadas se trasforma en un
torrente incontrolable de fuerza. La voz de Manuela se eleva una y otra vez para lograr ese tirón
común. El tiempo se detiene en la lucha feroz por arrastrar al enemigo al
territorio propio. Estas mujeres saben lo
que se juegan cuando dan el tirón definitivo que lleva a los hombres a la derrota.
— ¡Les hemos ganado!—gritan,
ríen y lloran. Se abrazan y secan con las sayas los gotillones de sudor.
Los vencidos, encogidos en
el suelo, miran desorientados a ninguna parte. Uno se levanta y arremete contra
el árbitro. Los dos hombres se apartan para poder hablar lejos del barullo que
las triunfantes ganadoras están montando. Otros hombres se van sumando a lo que
parecen ser deliberaciones sobre el resultado de la competición. Las mujeres cesan
su celebración al percatarse de los
corrillos y del brusco enrarecimiento que las rodea.
Don Sebastián, con el
megáfono en la mano, sube a la tarima para la entrega de los trofeos; le
acompaña el alguacil del ayuntamiento.
«El equipo ganador ha sido
el de los hombres» Vocifera el árbitro a
través de la bocina de latón. «¡Las mujeres son unas tramposas! El aguacil ha
sido testigo del engaño: a punto ya de ser derrotadas, la mujer del final, con ayuda de otra que
estaba viendo la prueba, se ha atado la cuerda a la cintura. Quedan descalificadas
por incumplimiento del reglamento. ¡Que suban nuestros campeones!».
La plaza explota de alivio
y se lanza ovacionar a los vencedores.
Las tramposas, se han de apartar para
evitar que las pisen.
Nadie se percata de que
Rafaela, calumniada injustamente, se ha ido corriendo en cuanto ha escuchado el
veredicto; ahora mismo ha vuelto la plaza y abriéndose paso a codazos con la escopeta
de su padre en el hombro, se encamina derecha a la tarima. Manuela reconoce su
furia y le cierra el paso; se la lleva a la fuerza de allí.
—No es así, no es así como
lo tenemos que hacer, Rafaela —Manuela le quita el arma y la abraza — Vamos,
mujer, alegra esa cara que hoy hemos ganado mucho.
Boli1111
Precioso relato, por lo sencillamente auténtico que es.
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